domingo, 18 de diciembre de 2011

Cuando no llevaba bastón

Hubo un tiempo en que veía muy bien. Luego hubo otro tiempo en que no veía tan bien, pero no creía que necesitara bastón.

En ese otro tiempo, en una ocasión, estaba realizando un transbordo en el Metro de Madrid. Iba con paso fuerte y decidido: plom, plom, plom. Doblé una esquina y seguí con el mismo paso: plom, plom, cras, cras... ¿cras?

Me paré, miré a mis pies y me vi sobre unas fundas de cedé. Algunas parecían en mal estado. Debajo de las fundas había una manta. Y un poco más lejos había más cedés. Miré un poco más a la izquierda y vi unos pies, unas piernas tumbadas pegadas a los pies, largas, muy largas, un cuerpo... y al final del todo, unos ojos muy abiertos, mirándome con asombro, y una boca desencajada, con unos dientes blancos perfectos.

Me agaché, junté unos pedacitos de plástico mientras murmuraba una disculpa y estiraba la manta, y me marché con un paso algo menos decidido, a la vez que miraba disimuladamente a mi incrédula víctima: seguía sentado en la misma posición, con sus ojos clavados en mí, pero incapaz de moverse ni de articular palabra.

Cuando cuento esta anécdota la gente suele reírse, pero la verdad es que yo no lo pasé tan bien, y supongo que mi forzado coprotagonista tampoco. Debió de correrse la voz de que había un xenófobo por el Metro que no dudaba en pisotear los 'top manta', porque no volví a encontrar ningún vendedor por esa zona en mucho tiempo.

Yo, por mi parte, empecé a considerar la posibilidad de que tal vez mis amigos tuvieran razón, y que un bastón podría evitar que me metiera en líos.

domingo, 4 de diciembre de 2011

En Londres

Aún recuerdo la primera vez que fui a Londres con mi bastón. Y con un compañero de trabajo.

Íbamos los dos a un cursillo en un pueblecito al oeste de Inglaterra. Como teníamos tiempo, dejamos el coche de alquiler en el aeropuerto, cogimos el metro y estuvimos curioseando libros en una librería de Londres. Yo me compré un par de títulos de Stephen Baxter.

Al volver a por el coche, tomamos el metro y abordamos un vagón. Yo iba delante, con mi bastón trabajando y los libros debajo del brazo. El vagón estaba algo lleno, pero había un asiento libre, así que me senté, abrí uno de ellos y me puse a hojearlo.

Cuando llegamos a nuestra estación, mi compañero me avisó y nos bajamos. Él no paraba de reírse entre dientes.

- ¿Qué pasa, por qué te ríes?
- ¿No te has dado cuenta?
- ¿De qué?
- Cuando entramos en el vagón, una chica te vio y se levantó para ofrecerte su asiento.
- Vaya, ni la he visto.
- Pues tú bien que te sentaste.
- ¿En su asiento? Pues creí que estaba libre.
- Pues no. Y cuando abriste el libro y empezaste a leer... no te puedes ni imaginar la cara que puso.
- No jodas.
- Ya te digo (risas). Abrió los ojos como platos y se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar (más risas).

domingo, 27 de noviembre de 2011

Me presento

Mi nombre es Blanco, Bastón Blanco.

No está mal para empezar: una línea, una mentira.

Lo que sí es cierto es que utilizo un bastón blanco. No siempre: en casa me las apaño bastante bien sin él. Pero en sitios nuevos, o con poca luz, o con mucha gente, o con cosas que cambian de sitio, me manejo mucho mejor con él. Y claro, en una ciudad como Madrid, eso significa casi siempre que salgo de casa.

El bastón lleva ya conmigo seis años o así. Antes le cambiaba la punta una vez al año, pero ahora mi estilo de conducción es mucho más suave; así que una punta me puede durar tres años sin problemas.

El pobrecillo se ha doblado de mala manera dos o tres veces: cuando se traba en combate con las piernas de un peatón tan decidido como despistado, suele llevar las de perder. Salvo en una ocasión, en la que se vengó de una turista cuyos ojos admiraban el caballo de Carlos III mientras sus piernas la llevaban en otra dirección. Pobre mujer: mientras nos ayudábamos mutuamente a levantarnos, juraba en arameo por un lado de la boca y me pedía perdón por el otro.