domingo, 18 de diciembre de 2011

Cuando no llevaba bastón

Hubo un tiempo en que veía muy bien. Luego hubo otro tiempo en que no veía tan bien, pero no creía que necesitara bastón.

En ese otro tiempo, en una ocasión, estaba realizando un transbordo en el Metro de Madrid. Iba con paso fuerte y decidido: plom, plom, plom. Doblé una esquina y seguí con el mismo paso: plom, plom, cras, cras... ¿cras?

Me paré, miré a mis pies y me vi sobre unas fundas de cedé. Algunas parecían en mal estado. Debajo de las fundas había una manta. Y un poco más lejos había más cedés. Miré un poco más a la izquierda y vi unos pies, unas piernas tumbadas pegadas a los pies, largas, muy largas, un cuerpo... y al final del todo, unos ojos muy abiertos, mirándome con asombro, y una boca desencajada, con unos dientes blancos perfectos.

Me agaché, junté unos pedacitos de plástico mientras murmuraba una disculpa y estiraba la manta, y me marché con un paso algo menos decidido, a la vez que miraba disimuladamente a mi incrédula víctima: seguía sentado en la misma posición, con sus ojos clavados en mí, pero incapaz de moverse ni de articular palabra.

Cuando cuento esta anécdota la gente suele reírse, pero la verdad es que yo no lo pasé tan bien, y supongo que mi forzado coprotagonista tampoco. Debió de correrse la voz de que había un xenófobo por el Metro que no dudaba en pisotear los 'top manta', porque no volví a encontrar ningún vendedor por esa zona en mucho tiempo.

Yo, por mi parte, empecé a considerar la posibilidad de que tal vez mis amigos tuvieran razón, y que un bastón podría evitar que me metiera en líos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario